La miseria haitiana se protege en la plaza Giordano Bruno frente al Sagrado Corazón sin más propiedad que su pobreza

Las llamas de Bruno; la pobreza haitiana    

Por RAFAEL CARDONA

La plaza es pequeña y desordenada

No falta de orden por causa de sus nuevos ocupantes, no; desordenada porque la metieron con un calzador de memoria forzada con el nombre de Giordano Bruno, manos atadas al frente de bronce, con la mirada al suelo de las llamas, cuyo eco nos habla de la intolerancia pero también de la libertad, la libertad como anhelo, pero jamás como defensa  frente a la miseria cuyo mordisco de cada día impele a cualquiera a buscar algo más allá del horizonte, o como en el caso de estos haitianos fugitivos, más allá del mar, lejos de esa isla moribunda desde su nacimiento, allá en el lejano 1 de enero de 1804, cuando Jean Jacques Dessalines declaró a Haití una república libre, primera en liberarse del colonizador europeo para caer en la olla borboteante de una miseria crónica e irrremediable, y aquí han puesto tendederos de ropas coloridas sobre el mediodía la bandera universal de la pobreza, en este caso aromada con hervor de aceite rancio para taco maloliente; en medio de las viejas calles de la colonia Juárez con sus nombres europeos y fallidamente cosmopolitas; como esa casona sobre cuya barda una negra joven y en todo modo hermosa, escarmena la cabecita tristísima de su niña en busca de  piojos o cualquier otro parásito, más para pasar el tiempo, el invisible tiempo  verdugo de sol radiante, como allá, convertido en su peor enemigo de todos ellos porque llevan ya veinte, treinta, algunos un poco más de años, viviendo en la zozobra de una vida sin proyecto ni finalidad, sin escuela, sin medicina ni remedios como no sean las artes de ounganes y manbós  y otras supercherías yerberas, y por eso andan por acá, por esos motivos de hambre y techo sin cielo, han llegado a este país y a esta ciudad, como lo hicieron también en  Tijuana, Oaxaca, Chiapas, Veracruz y donde puedan ir tirando, porque en la realidad  áspera e inevitable de la pobreza total, sin documentos ni posibilidades, sobreviven quienes algo tienen (P.J. Gutiérrez en “El rey de la Habana”) porque “la única propiedad del pobre es el hambre”, y el mejor consejo es olvidarse de ella y no reclamar sus escrituras, pero a pesar de todo, el campamento del pequeño Puerto Príncipe de la colonia Juárez, se aroma de comida y allá una señora sin expresión alguna pela una naranja y el dorado del jugo le hace un arabesco de oro en la boca y el surco le decora contraste con el ébano negrísimo de su piel solar,  porque como dice Fanon, le melanina “se derrama con todo su peso”, y alguien ha puesto un pequeño brasero junto a la tienda de campaña cerca de los tubulares juegos infantiles ahora oriflamas de ropa vieja pero limpia, como para lucirla en la mañana frente al templo vacío  del Sagrado Corazón, porque les han dado agua para lavar y como si fuera una asamblea se han juntado con los menesterosos de otro campamento, mexicano este, prolongado por el chantaje político de una asociación llamada “Unidos por el Derecho Indígena y Campesino” de otomíes del estado de Querétaro, quienes hace ya varios años –frente a una autoridad incapaz frente al despojo de la vía pública–, se adueñaron de la calle Roma y se instalaron ahora secundados y solidarios con la negritud caribeña y francoparlante (es un decir), de los haitianos, y juntos ven pasar la vida en medio de la nada y el desamparo, con las espaldas pegadas al muro o los pasos vacilantes hasta donde sea posible, sin alejarse mucho del grupo, sin andar solos ni solas, para pedir auxilio, ayuda, solidaridad; alguna moneda bienhechora o para colgar un cartelito en su rudimentario francés de letras chuecas: “ne pas faire pipi; ne pas faire popó…”

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