Palabras perdurables; muertos inmortales

Palabras perdurables; muertos inmortales

Por RAFAEL CARDONA

Son muchos los casos de la historia en los cuales una vida política, importante o insignificante, se define por una sola palabra. O una frase.

Imposible disociar, por ejemplo, la palabra Tlatelolco, del juicio a Gustavo Díaz Ordaz. Si se piensa en López Portillo, se recuerda al perro, y los “errores de diciembre”, acuden en pareja y de la mano de Ernesto Zedillo. No importa el antes ni el después.

También se emparejan Ayotzinapa y Enrique Peña Nieto, y desde la semana pasada, la expresión “migrante muerto”, tiene olor de ceniza junto al nombre de Andrés Manuel. Esos cadáveres no descansan en paz. Perseguirán al presidente de México durante toda la vida suya. Y como ellos son eternos –esa ventaja nos llevan los difuntos—, no necesitan reposo ni olvido. Tampoco disculpas.

De Julio César recordamos aquello de “allea jacta est.” pero también Et tu, Brute?

Con Napoleón asociamos Waterloo y toda España cabe en “La armada invencible”. Don Benito Juárez se volvió apotegma y es cosa de ironía: uno de sus devotos seguidores –muchos años después–, no será recordado por seguir su ejemplo y vivir en su casa, sino por el locativo de una estación migratoria en llamas bajo cuyo techo; responsabilidad y custodia de su gobierno–, treinta y nueve personas murieron cautivas e inocentes.

–¿Te mandó Maru, mi amor?

Esta frase debe agregarse a otras –grandes aportaciones a la mercadotecnia política–, con cuya repetición se ha querido sintetizar la filosofía del actual presidente de México. Ahora podemos ampliar el catálogo de su fraseología, y sumarla al frijol con gorgojo, el avión que ni Obama tuvo; la prioridad de los pobres, la fraternidad universal, el humanismo mexicano, la revolución de las conciencias y el alma partida, entre otros luminosos ejemplos de la fraseología profunda.

Pero esta actitud no es exclusiva del presidente ni del momento. Los poderosos, cuyo combustible más potente es la soberbia, incurren en ese tipo de desplantes y desprecio.

Nadie olvida cuando Luis Echeverría, con las venas saltadas en el poderoso cuello de atleta, se encaraba a gritos con los estudiantes de la UNAM en la Escuela de Medicina por su pertenencia al fácil coro alentado por la CIA. Jamás lo probó y el único resultado fue una pedrada en la frente. O el canto de una moneda. Nunca se supo.

Hoy,  ante la desgracia,  el presidente –responsable, mas no culpable–, oscila entre acusar a los muertos (cosa sencilla, pues no pueden defenderse), por haberle metido candela a unas colchonetas,  y despreciar  a los deudos, dolientes y acompañantes de los difuntos. Para él no hay crítica  genuina (excepto la suya) y todo se reduce a una tirria política en su contra.

–¿Te mandó Maru, mi amor?

Y así, entre el disimulo y la condena, se van pasando los días. Pronto pasarán las semanas y los meses y los años cubrirán de olvido muchas cosas. Pero los muertos nunca van a irse del todo. Ciudad Juárez y este gobierno, ya han quedado fundidos en la historia de esta tragedia, como Iguala con el Ejército y Peña; como Echeverría y el diez de junio; como Santa Anna y San Jacinto o el general Anaya con su parque inexistente.

En esto pensaba cuando recordé un poema italiano de Franco Fortini (1917-1994):

“En el pretil del puente

Las cabezas de los ahorcados

En el agua de la fuente

Las babas de los ahorcados

En el enlosado del mercado

Las uñas de los fusilados

En la hierba seca del prado

Los dientes de los quemados

Morder el aire, morder las piedras

Nuestra carne ya no es de hombres

Morder el aire morder las piedras

Nuestro corazón ya no es de hombres

Pero nosotros lo leímos en los ojos de los muertos

Y en la tierra haremos libertad

Pero los muertos apretaron los puños

La justicia se hará

                                            –0–

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