Matos; un genio, un privilegio

Matos; un genio, un privilegio

Por RAFAEL CARDONA

–¡Vaya!, por fin llega quien nos critica sin saber qué hacemos…

Palabras más, palabras menos, pero así conocí, cara a cara, a Eduardo Matos, con su poderosa barba de arquero asirio,  en un galpón de polvorientos pedruscos y piezas mayores, muy cerca de la iglesia de Santa Teresa en el Centro Histórico de la ciudad de México, donde se había instalado un campamento de hombres y mujeres cuya paciencia limpiaba con brochas menudas las vasijas rotas; los caracoles, los diversos objetos de diferente tamaño y ansia de clasificación, encontrados en las primeras excavaciones posteriores al hallazgo fortuito de la más hermosa pieza de la escultura prehispánica, la Coyolxhauqui.

El proyecto de salvamento de la enorme pieza –una rodaja de piedra labrada con delicadeza renacentista, de casi tres metros de diámetro—,dió lugar a la resurrección de una idea olvidada: escarbar todo el entorno del edificio del Arzobispado –en la calle Moneda–, donde la secretaría de Hacienda había proyectado –años atrás–, un abortado estacionamiento cuyos pilotes hubieran destruido irremediablemente cualquier vestigio al oriente de la Catedral.

Esa advertencia del riesgo destructor, la hizo en su momento, la célebre Eulalia Guzmán, quien le regaló a México el mito de la osamenta imposible de Cuauhtémoc. Esos falsos huesos fueron una más de las patrañas de la historia de México.  

Sin embargo, Eulalia no mentía en todo:

–Ahí debajo de esa joroba en la calle de Moneda; me dijo una tarde en su casa de la colonia Santa María la Ribera, ahí está el Templo Mayor”. Pero nadie se lo creía.

El hallazgo de la luna con cascabeles fue aprovechado por Carlos Hank para congraciarse con José López Portillo quien se creía Quetzalcóatl. Para estimular su vocación de falso aztequismo (en su casa había mandado labrar una serpiente emplumada en torno de la barda por toda la esquina), se anunció un proyecto magno: se iban de derrumbar todas las construcciones. Todas. Quince mil metros cuadrados en torno del monolito de la diosa descuartizada.

Por eso yo criticaba el proyecto.

No el de los arqueólogos, el de Angela Alessio Robles y el profesor Hank. Nunca se hizo de tal manera porque intervino el Instituto Nacional de Antropología y Gastón García Cantú logró avanzar con el único arqueólogo disponible: Eduardo Matos Moctezuma, quien había dejado las investigaciones infinitas y permanentes, de Teotihuacán.

Aquella tarde Matos me llevó por la entraña del pasado. Con paciencia, humor y sabiduría me explicó, me abrió los ojos a las maravillas de sus hallazgos y me hizo sentir el orgullo de la arqueología mexicana, esa paciente sabiduría útil e indispensable para hallar en las invisibles astillas del tiempo las raíces, motivos, símbolos y extravíos de un pueblo, de una cosmogonía, de una mitología ajena al naufragio y el sollozo de la derrota total y las guerras de la historia.

Desde entonces nos vemos.

A él le debo un aprendizaje inacabado. Libros, lecturas de su mano, explicaciones fundamentales para comprender el pasado, como ese hermoso “Muerte a filo de obsidiana”, cuyo texto debería ser obligatorio en las escuelas de este país tan empeñado ahora en falsificar el pasado para justificar los horrores del presente y su inculta megalomanía.

Cuando ya se había descubierto la cima sepultada por siglos del Templo Mayor y su piedra de sacrificios, punto central de todo el alimento de los dioses, Matos recibió al Rey Juan Carlos de Borbón, de España, a quien le mostró las “huellas de la destrucción bárbara de los conquistadores”.

–El Rey se aludió. Miró con severidad y Matos, delante del presidente López Portillo lo toreó por revoleras:

–Ya ve usted, Majestad, cómo eran aquellos Austrias…”

Por eso el discurso de Matos, al recibir el premio “Princesa de Asturias”; tiene un doble sentido. La ciencia –desconocida por este gobierno– y la política, peor practicada ante las rencorosas arrogancias en la exigencia vulgar de contriciones fuera de tiempo y lógica.

“…La historia nos muestra, a lo largo de los siglos, que toda guerra conlleva muerte, destrucción, desolación, imposición, injusticia y violencia. España lo ha vivido en carne propia. México también. Esto no se olvida, pero tampoco podemos anclarnos en el pasado y guardar rencores, sino mirar hacia adelante…”  

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