La historia de la memoria sobre Sue Lyon, el cuerpo de la cinematográfica Lolita de Vladimir Nabokov

Luz de mis ojos; fuego de mis entrañas

RAFAEL CARDONA

Aunque alguien se la haya querido apropiar, la frase titular de esta columna fue escrita por Vladimir Nabokov en algún año previo a 1955 cuando fue publicada la famosa novela de obsesión  y locura, “Lolita”. 

“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-lita: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.

“Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

“¿Tuvo Lolita una precursora? Por cierto que la tuvo. En verdad, Lolita no pudo existir para mí si un verano no hubiese amado a otra…

«En un principado junto al mar.»

“¿Cuándo? Tantos años antes de que naciera Lolita como tenía yo ese verano. Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa fantástica…”

Esa novela, profunda, maravillosa en varios sentidos, no habría logrado en nuestros tiempos, el éxito por el cual se definió a un tipo de mujer. La canéfora impúber, la ninfa, nínfula o ninfeta, capaz de enloquecer a un hombre mayor hasta el punto de convertir la vida en una tragedia.

Hoy, en los tiempos del “#metoo” y la ira femenina de una revolución en evolución y movimiento, Nabokov sería (como en su tiempo fue criticado por las buenas conciencias), asado en leña verde por su pedofilia, conducta –por cierto—atribuida también a Charles Dodgson, mejor conocido como Lewis Carrol, creador de “Alicia en el país de las maravillas” y precursor de la fotografía erótico adolescente, a la cual hoy muchos llamarían “pornografía infantil”.

En ese asunto de la inclinación descontrolada por las adolescentes cuya mezcla de promesa  e inocencia vulnerada es una explosiva mezcla cuyos efectos generan el descontrol de muchos.

Pero todo esto guarda relación con una noticia triste: se murió “Lolita”. No la literaria, sino la cinematográfica.

Hace un par de días falleció, abandonada por cuatro de sus cinco maridos, sin nada más de importancia en su efímera carrera en el cine, la hermosísima Sue Lyon con quien  este humilde redactor, un lejano día de la juventud, conversó distraído por el oceánico fulgor de sus ojos azules, durante la inauguración  del  hotel “Fiesta Palace”, en el Paseo de la Reforma, cuando todavía era una belleza de escándalo, mientras Salvador Novo leía un  discurso sobre los progresos de una capital moderna, pujante y civilizada y la mano infatigable en el bronce de Cristóbal Colón, señalaba el desconocido nuevo mundo..

“…el estudioso no ha de sorprenderse al saber que ha de existir una brecha de varios años —nunca menos de diez, diría yo, treinta o cuarenta por lo general y tantos como cincuenta en algunos pocos casos conocidos— entre doncella y hombre para que este último pueda caer bajo el hechizo de la nínfula. Es una cuestión de ajuste focal, de cierta distancia que el ojo interior supera contrayéndose y de cierto contraste que la mente percibe con un jadeo de perverso deleite…”

Yo no le llevaba ni veinte ni treinta a años a Sue Lyon. Al contrario, ella me superaba por cuatro, pero en esa tarde ninguno llegaba a los 20.

“Lo usaba esa mañana un bonito vestido estampado que ya le había visto una vez, con falda amplia, talle ajustado, mangas cortas y de color rosa, realzado por un rosa más intenso. Para completar la armonía de colores, se había pintado los labios y llevaba en las manos ahuecadas una hermosa, trivial, edénica manzana roja…”

Cuando yo la conocí “Lolita” vestía de blanco. Los caireles bajaban por sj cuello como una fronda de hojas de verano y no tenía ninguna manzana en las manos. Lo más parecido a una fruta era el rojo natural de sus labios frescos y pura adivinación), tibios cuando los fruncía para decir, “…glad to meet you…”

“…La otra Lolita cuyas crestas ilíacas aún no llameaban, la Lolita que ahora yo podía tocar y oler y oír y ver, la Lolita de la voz estridente y el abundante pelo castaño –mechones y remolinos a los lados, rizos detrás–, la Lolita de nuca tensa y cálida y vocabulario vulgar –«fantástico», «super», «podrido», «fenómeno»–, esa Lolita, mi Lolita, se perdería para siempre…”

Nunca más la ví de nuevo.

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