Cuando la sociedad no puede socializar

Muy extraño se ha vuelto el aire urbano. La ciudad cerrada con siete llaves. Los gregarios sin grupo; las familias sin cercanos. El tejido social es ahora un pespunte, una puntada apenas, un bies mal cosido, una camisa sin botones.

El sonido de las calles es otro. Más agudo, menos reverberante como si la sordina de los miles de cuerpos humanos en desplazamiento constante le hiciera falta para no llegar en su estado puro a los pocos oídos de la acera. Los motores ronronean de distinta forma. Los rumores lejanos no tienen eco y la enorme bestia duerme entre calambres de escasez y sobresaltos de ignorancia.

La ciudad paralítica es una enorme criatura asustada, enconchada sobre sí misma.

Donde entes había ruido de música hoy hay una negra cortina metálica con un letrero ruin: cerrado por coronavirus. Pronto, como dijo Gabriel García Márquez tras la fiebre del insomnio, podremos ver el aviso más triste del mundo: se venden palmas fúnebres.

La pandemia viral-digital nos ha convertido en personas virtuales. Estamos sin estar; hablamos con amigos, compañeros de trabajo, familiares y hasta con los públicos de la radio o la televisión, a través de las aplicaciones de Skype o los recursos de Face Time, cercanos en la distancia pero sin el asombro de Graham Bell.

No somos nosotros, es nuestra imagen convertida en pixeles a través de los “bites”.

Voces metálicas, mercadeo por internet. Sobrevivimos por la cantidad de aplicaciones instaladas y disponibles. Sin Ubereats no comeríamos. Sin la banca electrónica no pagaríamos los consumos. Nuestra cueva de cromañones,  ante la enfermedad invisible, cabe en la palma de la mano.

Pero solo hay una certeza: nadie sabe nada.

Ni cuando debe comenzar el absoluto confinamiento aislante, ni cuando debe terminar, tampoco si los apoyos fiscales y los subsidios al estilo de Sonora o Oaxaca serán suficientes para pequeñas empresas y trabajadores no asalariados quienes de Tijuana (con la frontera cerrada) a Acapulco, nos hacen ver el drama de una economía cuyo funcionamiento depende en sesenta por ciento de la informalidad; es decir, del “jale”, de la chamba, del andamio ocasional cuyo derrumbe con la obra cerrada se lleva al alarife al hambre con toda su parentela; una catástrofe de cuyas consecuencias el gobierno no compensa, mientras anuncia el cierre de actividades no prioritarias, cuando lo prioritario debería ser, primero definir los grados de importancia de las cosas.

Las dos semanas de adelanto de las vacaciones alargan un mes más el encierro. ¿Y después? ¿Cuándo pase el diluvio, llegará la paloma con el olivo en EL pico y ya? ¿Tiene fechas esta infección global? Nadie lo sabe.

No sólo por la manifiesta incompetencia de quienes deberían actuar de manera uniforme desde el Consejo de Salubridad General (si tan rimbombante colegiado existiera en verdad), sino de todos los demás actores de un sistema de salud cuyos quebrantos ni son noticia ni tiene resistencia ante una circunstancia social de estas dimensiones.

No hay camas, no hay respiradores, no hay material clínico, como denuncian con sus marchas y bloqueos los enfermeros y demás personal de los hospitales públicos mientras el secretario de Salud, Jorge Alcocer, balbucea explicaciones y Zoé Robledo, director del IMSS,  le endulza el oído a su jefe y patrón.

Bien pues, vayamos al confinamiento, precursor de otra clase de caos,  como ocurría en la imaginaria “Peste” de Albert Camus:

“…Descubrir, ver, describir, registrar, y después desahuciar, esta era su tarea.

“Había mujeres que le cogían la mano gritando:

“–¡Doctor, dele usted la vida!”

“Pero él no estaba allí́ para dar la vida sino para ordenar el aislamiento.

“¿A qué conducía el odio que leía entonces en las caras?

–“No tiene usted corazón”, le habían dicho un día; sin embargo tenía un corazón.

“Le servía para soportar las veinte horas diarias que pasaba viendo morir a hombres que estaban hechos para vivir. Le servía para recomenzar todos los días; pero eso sí, sólo tenía lo suficiente para eso.

“¿Cómo pretender que le alcanzase para dar la vida…?”

“…Así́ llegaron a abandonar, cada vez más frecuentemente, las reglas de higiene que tenían prescritas, a olvidar algunas de las numerosas desinfecciones que debían practicar sobre ellos mismos, a correr, sin precaverse contra el contagio, hacia los atacados de peste pulmonar, porque, avisados en el último momento para acudir a las casas infectadas, les había parecido agotador ir primero al local donde se hacían las previsiones necesarias.

“En esto estaba el verdadero peligro, pues era la lucha misma contra la peste la que los hacía más vulnerables a ella. Lo dejaban todo al azar y el azar no tiene miramientos con nadie…”

Mañana, México comenzará a vivir de otra manera.

El gobierno, sin  atreverse a decirlo así, ha cerrado las escuelas y parte del aparato burocrático. En el asunto escolar ha dicho con eufemismo, adelantamos las vacaciones. Una linda forma de renegar del viejo camino de  anteriores administraciones ante epidemias similares. La sociedad no podrá socializar con lo cual negará la razón de su existencia.

La soledad es imposible hasta para los solitarios. Y no por sentimentalismo sino por supervivencia.

Pronto los servicios públicos, de por sí siempre fallidos e insuficientes, como –por ejemplo— la recolección de basura,  comenzarán a romperse. Los policías dormitarán en sus patrullas o se escaparán de los rondines.

El ocio morderá con las puras encías del aburrimiento y el mundo desdentado y abúlico se entregará en los brazos de la desesperanza. Muy pocos pedirán canciones del mariachi en Garibaldi y hasta las cafeterías de chinos cerrarán sus puertas antes del linchamiento xenófobo por habernos enviado la pandemia envuelta en el bísquet del café con leche.

Blancas quedarán las pantallas de los cines, como quedaron los ciegos ojos de la novela de Saramago. Un velo lechoso cubrirá las miradas de la luz, sin películas para entretener. Nadie en los billares ni en los boliches; medio vacías las iglesias y los templos.

Pero cuando eso ocurra de manera generalizada, cuando los cierres dejen de ser voluntarios y se conviertan, como en España, como en Italia o en China, en órdenes obligatorias de punible incumplimiento, el gobierno hallará siempre a los culpables de todo mal: los corruptos del neoliberalismo. Ellos fueron los responsables de todo esto.

Ellos, los adversarios, los enemigos, los resentidos, los frustrados, los ladrones sin botín en estos días de pureza, los malos, los fuchi caca, de seguro no quienes impidieron  atender a tiempo y con  tiento la emergencia.

Pero en descargo de las actuales autoridades sanitarias, con todo y sus ensalmos y su milagrería de fuerzas morales contra las potencias del contagio, a pesar del detente protector, mágico, sanador, magnético; talismán prodigioso de la vida, amuleto poderoso, torre de oro, torre de marfil; Señor Jesús, que curaste a la mujer hemorroísa (Lc 8,42). Ten piedad de nosotros; en el nombre del Padre y del Hijo y de la hidroxicloroquina y la azitromicina, vade retro, vade retro…

Porque si fallan  los laboratorios, los epidemiólogos, los infectólogos y hasta los meteorólogos, siempre nos quedarán los exorcistas, los chamanes, los sanadores y los brujos cuyas ramas mágicas limpian con frecuencia no sólo a los campesinos ignorantes e indígenas atrasados, sino también  a nuestro Señor Presidente.

“…Exorcizamus you omnis immundus spiritus. Omnis satanica potestas, omnis incursio, Infernalis adversarii, omnis legio,..”

Por eso debemos estar tranquilos. Nada nos va a ocurrir si contamos con el protector escudo de la honestidad, como consta en los folios perdurables de la palabra mayor. Sólo le esperan los males y los dolores a los impíos y deshonestos, a quienes o le tienen amor al pueblo.

Sin embargo la ciudad puede quedar sitiada; habitada por su invisible enemigo silencioso, sin tener ninguna certeza, excepto la de estar sujeto a designios desconocidos, pequeños, indefensos a fin de cuentas y en espera del zarpazo de la fatalidad.

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