El año de la muerte

En el siglo pasado 1915 fue conocido como el “Año del hambre”. Dos años atrás, “La decena trágica”, el golpe de Estado. En este siglo, este año –apogeo verbal de la IV-T–, será recordado quizá como el “Año de la muerte”. 

No por los cien asesinatos cotidianos con los cuales el crimen organizado ha insertada para nunca acabar, su aportación a la cultura nacional; no, será conocido así por los casi veinte difuntos por hora en el año del Coronavirus, el cual no obstante llevar la data 19, ha estallado su virulencia en estos días.

Hoy la contabilidad ha llegado a la simbólica cifra de diez mil muertos, casi el doble de los datos falsamente previstos en las alegres cuentas del doctor Hugo López-Gatell, quien hace apenas unas semanas nos advertía de seis mil muertes potenciales. Y eso, sin contar el sub registro.

El misterio más grande de la vida, es la muerte, como todos sabemos. Su presencia nos ha hecho –paradójicamente–, vivir con su pensamiento. Toda cultura desemboca en un culto a la muerte. Toda religión es un imaginario puente con el más imaginario aun, más allá.

Sin muerte no hay cielo. La resurrección de la carne, la vida perdurable, tampoco. Y si no hay cielo, menos hay infierno. 

A mí las asperezas teológicas, me dicen poco. Son, en sus mejores momentos,  barroquismos anacrónicos  de la erudición bizantina. Por eso prefiero la literatura. Y la poesía.

Jamás filósofo alguno ha interpretado la vida como Jorge Manrique quien en los versos a su padre muerto (cumbre de la poética en español), simplemente nos dice de los ríos cuya desembocadura, es el morir. 

De los muertos dice Charles Baudelaire, “les mortes, les pauvres morts ont des grandes douleurs…” (los muertos, los pobres muertos, tiene enormes dolores…), pero Jorge Guillén lo corrige: los pobres muertos no padecen nunca… los pobres muertos lo han perdido todo…”y otro poeta se queja como un muerto al que le han robado su cadáver.

Me abandono a mí misma como a un muerto de sed, dice la poeta mexicana Margarita Michelena.  “¡Carajo!–dice Jaime Sabines–,estoy cansado, necesito morirme siquiera una semana”.

Resulta imposible la antología total de  la muerte como el gran personaje central de toda literatura y aun de toda cultura. Pirámides, panteones, cementerios ,mausoleos, persecuciones espíritas, cuentos de fantasmas, apariciones y devociones; muertos y sepultados en gloriosa resurrección,  todo nos lleva a la muerte sin otro motivo más allá de intentar comprender lo incomprensible.    

Por la muerte hay herencias y seguros de vida. Por ella se quiere romper el olvido a través de la obra. Para diluir su mandato nos queremos extender y escribimos libros, construimos casas, sembramos árboles o tenemos hijos. 

El placer es el pago por la simple reproducción y la prolongación(quien sabe si perpetuación) de la especie. No lo olvidemos, también los dinosaurios se reproducían y se extinguieron con el furioso coletazo de una estrella.

La universidad Johns Hopkins (a la cual no le debemos hace caso porque es pura ciencia neoliberal) nos coloca en la cima de la mortalidad por el tiránico virus verdugo. Y nos augura la posibilidad matemática de diez veces más muertes en un plazo cercano. Pero nadie puede contra los otros datos.

A fin de cuentas la muerte nos pela los dientes y algunas otras cosas. No olvidemos. Si me han de matar mañana, que me maten de una vez… si para morir nací y la vida no vale nada. 

“El hombre en su vejez desentierra a sus muertos…”,dice el poeta Gil, pero en este tiempo atroz, de pandemia y demagogia (la otra infección), los hombres entierran a sus viejos y a sus jóvenes. Mueren los médicos y los enfermos al mismo tiempo. 

Si a lo largo de la historia las muertes heroicas dejan consejas y rapsodias, si Homero nos habla de cómo sale la pica del corazón del guerrero, y al mismo tiempo escapan la sangre y la vida, en rojo desaliento, hoy lo memorable se queda en las escenas de los hospitales atestados por enfermos de un virus recién llegado a nuestras vidas y a nuestras muertes.

Algunos humanos celebran hoy con euforia, la osadía sideral en estaciones camino a la colonización del universo, hazaña tecnológica cuya aparición nos sorprende en pleno encierro: no podemos ir a la esquina, pero nos preparamos para ir a Marte, como diría Paz. 

Anda putilla del rubor helado…”,le ordena Gorostiza a la muerte en “Muerte sin fin”. 

“¡…vámonos al diablo!” Pues vámonos. 

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