Dos remociones muestran el fracaso del régimen: el combate a la corrupción y los programas clientelares

Del racimo se caen las uvas y aumenta el malhumor

Por RAFAEL CARDONA

Posiblemente en la jerarquía institucional de la administración pública Gabriel García Hernández no tenga la importancia de un secretario de Hacienda o de la Función Pública, pero el desmadejamiento de la Cuarta Transformación (si así le podemos llamar al gobierno en su conjunto), es algo tan visible como para llamar la atención de todos.

García Hernández, un devoto de la filosofía populista de las dádivas, el control administrativo en los estados y la compra anticipada de votos, ha tirado el arpa o ha obedecido las órdenes presidenciales para regresar  al Senado quizá con la encomienda de vigilar a Ricardo Monreal o de plano convertirse en una incómoda cuña en este incesante jaloneo entre las fuerzas internas.

Si como dicen algunos, Martí Batres saldrá del Senado (después de haber perdido todos los pleitos contra Monreal), a operar con el duro método de sus costumbres tribales la reconquista de la capital federal desde la presidencia de Morena en la CDMX, se necesita alguien  para sofocar al zacatecano.  

Pero sea esa la razón del movimiento o no, el hecho supera en importancia al motivo táctico de su remoción: el presidente pierde en el cogollo de su estrategia histórica, a su operador de confianza, porque al menos hasta hace unas horas, Gabriel García Hernández era uno de los hombres más importantes del país. Hoy es un senador “del montón”. Tiene la importancia de Jesusa Rodríguez o Nestora Salgado. Ninguna.

El pródigo senador coordinó (sea cual sea en este régimen el significado de la palabra coordinar), la aplicación de más de 300 mil millones de pesos en fondos para los programas “sociales” (electorales).   

Eso no significa dinero en las manos del dimitente. No. Él no manejaba el dinero, nada más coordinaba su aplicación. Para administrar directamente ya tuvo la representación jurídica y legal de la inaudita fundación ”Honestidad Valiente”, como se llamaba el membrete a través del cual Andrés Manuel López Obrador financiaba su infinito recorrido en su interminable campaña electoral de tantos años.

Otra versión, alejada del dique a Monreal, dice simplemente: se hartó del malhumor constante del presidente de la República quien como superficialmente se aprecia en su talante mañanero, cada día se vuelve más intolertante con sus empleados.

Un asistente a las sesiones previas a la mañanera, integrante del gabinete ampliado, me confió casi en secreto: no se aguanta ni solo.

Sin embargo se deben ver el panorama completo. 

El caso se simple: las dos columnas de Hércules en las cuales se sostiene el edificio de la IV T –el combate a la corrupción y las dádivas clientelares–, se han sacudido con estrépito de desastre, de manera casi simultánea, en estos días.

Primero el presidente echó de mala manera (muy merecida, por cierto) a Irma Eréndira Sandoval cuya gestión al frente de la Funcion Pública (contraloría) fue para decirlo de manera comedida, un fracaso. Tanto como para correrla.

Obviamente, se dirá, no fue por eso, fue por su pugnacidad electoral en favor de su hermano Pablo Amilcar, su prosperidad inmobiliaria,  y su torpedeo contra el papa de la señora Macedonia.

Pero para regresar a la pobre metáfora del racimo y las uvas, al presidente se le vienen cayendo los alamares. 

Hasta el inservible Alfonso Romo se regresó a donde pertenece.

Obviamente el presidente halla en todos los casos forma de convertir dimisiones, traiciones, fugas, escapatorias o ceses, en maravillosas oportunidades.

Pero si esas obsesiones de programa  y propaganda el presidente sufre bajas (o lejos de sufrirlas las provoca), en su otro espacio de actuación, el informativo, se siente cada vez más harto con la opinión publicada.

“¿Les digo algo con toda franqueza?

“No leo una columna de estos señores porque no hace falta, no leo una columna de estos señores desde hace dos años. ¿Para qué voy a leer una columna si es un lugar común?  Pues no, eso sería comunismo.

En fin, ahora, junto con la promesa de exponerle al pueblo las tropelías de quienes fabrican noticias falsas, los falsarios, sicarios de la tinta, plumíferos a sueldo, condotieros con Mont Blanc, gargaleotes con “laptop”, sembradores de cucurbitáceas con espinas, embuteros embusteros… y bueno, todo aquello, el jefe del Estado se enciende porque le han dicho espía a su gobierno.

Según esto los columnistas “x”, “y” y “z”  han sido espiados. 

Y uno ser pregunta si eso es alguna novedad. 

A poco los servicios de inteligencia sirven para otra cosa más allá del chsimorreo o algún asunto de alcoba. 

Para un gobierno espiar es  tan normal como la luz del sol.  

Elaborar un sistema real de inteligencia y aprovechar oportunamente información útil para la seguridad del Estado, es otra cosa. Y para eso los actuales funcionarios no sirven.

Y a los periodistas, ¿Para qué los vamos a espiar? O sea, de veras, si son predecibles. Primero, nosotros tenemos principios, tenemos ideales, no somos como ellos ni como sus jefes. No vamos a espiar a nadie, nunca lo hemos hecho.

“Y segundo, ¿qué sentido tiene?, ¿qué caso tiene, si ya sabemos que están en contra de nosotros?”

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